Serie: La ciudad como solución a las retos del COVID
Con tanta incertidumbre frente a la vacuna y en medio de este golpe certero de realidad que nos está propinando el segundo pico de la pandemia, lo más responsable es pensar y actuar aceptando que la resolución de la crisis sigue estando lejos. Todo nos está indicando que este año tendremos que seguir conviviendo con el virus; y quizás el siguiente.
Por eso, además de seguir insistiendo en hábitos como el distanciamiento físico, el lavado de manos y el uso de tapabocas, es absolutamente estratégico seguir buscando en el espacio abierto al aire libre y en la adaptación y gestión de espacios (plazas, parques, calles, terrazas y techos), la protección para que negocios y diferentes actividades -sociales, recreativas, culturales, políticas- puedan reanudarse y sostenerse de manera estable en el tiempo
El recurso del aire libre como aliado para protegernos del virus, es sin ninguna duda, una de las lecciones más importantes en lo que llevamos de pandemia. Fue precisamente buscando esa garantía, que vimos a ciudades por todo el mundo volcarse con gran convicción y audacia hacia su espacio púbico exterior para retomar la vida, innovando y readaptando todo tipo de lugares. Aprovechar el espacio público, incluidas las calles, ha sido crucial para cuidar nuestra salud emocional y física, y, asimismo, para la recuperación de la economía, salvando negocios y empleos.
Desafortunadamente en Bogotá entendimos eso tarde -tuvimos la Ciclovía y los parques cerrados por varios meses – y el recurso del aire libre lo aprovechamos de manera muy tímida y parcial. Por ejemplo, se reabrieron restaurantes a cielo abierto, pero el concepto pudo haberse extendido y beneficiado a miles de tiendas barriales con unos efectos multiplicadores enormes para la recuperación económica y la salud; y de ñapa, activando fachadas, calles, mejorando la seguridad con “más ojos en las calles.” ¿Cuánto más habríamos podido haber hecho en nuestros parques, plazas y calles? El límite es la imaginación. Mercados campesinos barriales, cines, conciertos y obras de teatro en nuestros parques, escuelas deportivas y gimnasios al aire libre, actividades lúdicas para niños, puestos de información, testeo y pedagogía sobre el COVID, etc.


Como ciudad de un país ecuatorial, con condiciones parejas y amables a lo largo del año, salvo algunas temporadas de fuertes lluvias, lo cierto es que tenemos un clima privilegiado para permanecer y realizar actividades al aire libre. El problema es que durante años hemos arraigado una cultura de vivir encerrados, huyéndole al espacio público y buscando la manera de privatizar nuestra comodidad y seguridad, como respuesta a una ciudad insegura, hostil, desigual y por lo tanto supremamente desconfiada del diferente y el extraño. Ya quisieran los canadienses o los noruegos, o los ingleses, un clima y unas condiciones como las nuestras en medio de la actual crisis.
Estar afuera se volvió una necesidad para enfrentar el COVID. Y, sin embargo, es como si acá no terminara de calar. El esfuerzo de adaptación que ciudades de otras latitudes han tenido que hacer con la llegada del frío del invierno para poder mantener algunas actividades al aire libre ha sido enorme y costoso. Hablamos de calentadores, indumentaria, carpas, uso de energía, remoción de nieve, esquemas de iluminación. El fuerte repunte del contagio en estos momentos en Europa y Estados Unidos coincide con las temperaturas frías de estos meses -diciembre a febrero- que empuja a las personas a lugares cerrados. En Colombia, por el contrario, sufrimos de la maldición de la abundancia, que por tener tanto de algo y tan cerca, sencillamente no lo aprovechamos; ni siquiera lo vemos.
Nuestro problema no es el clima, es cultural.

Entramos avisados al 2021.Tenemos que seguir cuidándonos y eso no puede significar volver a depender exclusivamente de confinamientos estrictos. Necesitamos otras opciones, menos restrictivas y unidimensionales, y para eso, la ciudad y su espacio público han demostrado su enorme valor como fuentes de soluciones para navegar el momento.
¿Será que finalmente, a partir de este durísimo segundo pico, empezamos a tomarnos más en serio las ventajas de realizar actividades en espacios abiertos y la necesidad de gestionar mejor el espacio público de la ciudad? ¿Además de los restaurantes a Cielo Abierto, qué otros negocios vamos a tratar de activar al aire libre? ¿Veremos intentos por parte de la administración de darle más orden y gestión a lugares como la Séptima Peatonal y San Victorino para evitar aglomeraciones? ¿Le daremos un mayor protagonismo a nuestros parques como sitios de encuentro de nuestras familias y comunidades?
El año pasado el COVID nos forzó a salir y nos dio una muestra de las enormes oportunidades que nos esperan afuera en la ciudad. Exploramos. Probamos algunos modelos. Lo de los restaurantes a cielo abierto funcionó, vimos familias reunirse en parques, picnics para celebrar cumpleaños, empezamos a aprovechar terrazas y techos, algunas tiendas salieron al andén, se peatonalizaron algunas calles, etc. Pero fue solo un abrebocas, apenas una pequeña prueba de algo que podemos y debemos profundizar para sobrellevar la crisis en este 2021, y que, si lo hacemos con convicción, también traerá unos cambios culturales muy positivos con respecto a la manera como gestionamos, vivimos y disfrutamos la ciudad.
Al final, nos habremos protegido del virus y dejado una mejor ciudad para vivir. Una ciudad que se vive más en su espacio público que a puertas cerradas, y, por lo tanto, más respetuosa de lo público, más incluyente y cohesionada, más segura y caminable, más alegre y sostenible.
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****Es preferible avanzar lento pero seguro. Si caemos en una lógica de arranques y apagones, de necesitar que nos aprieten toda la rienda o que nos la suelten por completo, estamos jodidos. Es innegable que finalizando el año pasado caímos en una relajación colectiva que nos está costando caro. Cualquier cosa que hagamos tendrá que reforzarse con buena pedagogía y mucha disciplina colectiva.